La niebla era espesa, lo cubría todo e impedía
ver por dónde ir. Los amigos de Haid le habían
dicho que no debía volar aquella noche,
que el cargamento de telas podría esperar unos
días...
Pero él tenía mucha experiencia como aviador
y se sentía seguro de sí mismo.
Sin embargo, esa sensación de seguridad se
desplomó cuando oyó cómo las puntas de
los árboles golpeaban las llantas de la avioneta.
Trató de elevarse, pero el ala derecha se
estrelló contra un árbol.
Perdió el control y cayó. El golpe lo dejó
sumido en la inconsciencia.
Cuando se despertó, estaba tumbado en
una cama.
Haid se incorporó, sintió una punzada en la
cabeza y se llevó las manos a la frente. Entonces
notó que la tenía vendada. Olió el agradable
aroma del café, se incorporó y salió de la
habitación.
Había varios platillos en la mesa del comedor
y una olla de café calentándose sobre el fuego.
La puerta se abrió y entró una mujer rubia
vestida de blanco.
Ella sonrió y le dijo:
—Me alegro de que ya te hayas despertado.
—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Salima y estás en mi cabaña.
—¿Cómo llegué aquí?
—Encontré tu avioneta a medio kilómetro —dijo
mientras servía el café—. Vi que tenías una
herida en la cabeza y traté de despertarte, pero
fue inútil. Te traje y curé tus heridas.
—Gracias, te debo la vida.
—No me debes nada. Vamos, siéntate a comer.
Haid obedeció. Primero comió una crema de elote
y después un corte de carne, que estaba tierna y
ahumada. Por último, la tarta de
manzana de un dulzor tenue,
que no resultaba empalagoso. Cuando terminaron de
comer salieron al exterior.
La cabaña
se encontraba en medio del bosque, junto
a una huerta y a un corral, donde había varias
gallinas y cerdos. Empezaron a caminar por el
bosque, donde el ambiente transmitía una
sensación de serenidad.
Haid le preguntó a Salima cómo era posible que
viviera allí sola. Ella le respondió que llevaba
toda su vida allí y que no guardaba un
buen recuerdo de sus escasas visitas a
la ciudad.
Al día siguiente Haid le preguntó a Salima
dónde se encontraba su avioneta. Ella
respondió que era inútil buscarla, pues
una explosión del combustible la había
dejado inservible. Pero él insistió, pues no
había perdido la esperanza de recuperar
algunas de sus pertenencias.
Ella le indicó la dirección y le recomendó
que no se demorara ni tomara ningún
desvío, pues el bosque era muy vasto
y corría el riesgo de extraviarse.
Haid llegó a la avioneta, que había quedado
reducida a cenizas, tal como Salima le había
dicho.
Pasó algún tiempo rebuscando entre los
escombros, pero no encontró nada. Cuando
se iba, vio la tapa del combustible intacta
a unos metros de allí. Era extraño que no se
hubiera quemado cuando explotó la avioneta.
Haid intentó volver a la cabaña, pero se
perdió en el bosque. Entonces empezó a
llover y tuvo que refugiarse en una gruta.
El interior de la cueva estaba bastante oscuro,
pero se percibía un desagradable olor a carne
putrefacta. Mientras Haid caminaba uno de
sus pies chocó con algo. Miró al suelo y, como
sus pupilas ya se habían acostumbrado
a la penumbra de la caverna, logró distinguir
varios huesos humanos. Entonces oyó algo que
podía ser la respiración de una criatura colosal.
Haid, asustado, abandonó la gruta y corrió al
azar a través del bosque, hasta que consiguió
llegar a la cabaña. Salima lo estaba esperando
en la puerta. Al verlo le preguntó:
—¿Dónde estabas?
—Me perdí y encontré algo terrible.
—¿Algo terrible?
—Entré a una cueva, donde había varios huesos
humanos y una criatura extraña.
—¿De qué hablas? En este bosque no hay
criaturas extrañas, creo que el golpe que has
recibido en la cabeza te está afectando.
—¡Hazme caso!
—Estás muy nervioso, será mejor que descanses.
Aquella noche Haid no pudo dormir, gracias a lo
cual pudo oír cómo Salima abandonaba la cabaña.
Intrigado por la misteriosa salida de su anfitriona,
él se levantó y la siguió discretamente a través
del bosque. Vio cómo entraba en la cueva y
oyó cómo hablaba con su monstruoso habitante:
—Al parecer, ya te ha descubierto, así que
deberías comértelo esta misma noche.
Haid dio unos pasos atrás, tropezó con una
calavera humana y cayó al suelo. Sabiéndose
descubierto, le preguntó a Salima:
—¿Qué es eso? ¿Y quién demonios eres tú?
—Él es Shayghaba, yo soy su guardiana y tú
serás su alimento.
—¡Tú incendiaste mi avioneta! Por eso la
tapa del combustible estaba separada de
los escombros.
—Así es— Haid salió corriendo de la cueva.
—Es inútil que intentes huir, no tienes
escapatoria —dijo Salima—. ¡Levántate,
Shayghaba, es hora de comer!
La criatura dio un gran rugido y salió de
la cueva. Parecía un colosal lagarto negro,
de cuatro metros de alto y once de largo,
con enormes garras y la cola llena de púas.
Haid corría lo más deprisa que podía, pero
Shayghaba lo seguía derribando los árboles
que se interponían en su camino. Haid
llegó a una zona rocosa y encentró refugio
entre las peñas. La criatura intentó abalanzarse
sobre él, pero las rocas le impedían
alcanzarlo. Salima contemplaba el espectáculo
e inconscientemente se acercó al monstruo más
de lo aconsejable. La cola del monstruo la golpeó
y la atravesó con sus púas. Entonces
ella dio un grito de dolor y cayó muerta. Haid
aprovechó que el último grito de Salima había
distraído al monstruo para salir corriendo.
Shayghaba lo vio y retomó la persecución. Haid
llegó a una cascada y se arrojó al agua sin
pensárselo dos veces. El monstruo también saltó,
pero su gran peso hizo que se golpeara contra el
fondo rocoso y muriera al instante.
Haid, en cambio, consiguió nadar hasta alcanzar
la orilla. Luego siguió corriendo y no se detuvo
hasta salir del bosque.
Autor. Pedro Zavaleta Flores
Cuento fantástico. Imagen sacada de lasexta.com
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