martes, 2 de agosto de 2022

Belleza interior (Lina Hernández)


Un insecto de color verde

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 Érase una vez, un hermoso país de múltiples colores, donde el sol se conjugaba con el cielo de infinitos matices y las copas de los inmensos árboles eran nubes de algodón. Las noches lucían igual de hermosas, pues las luciérnagas utilizaban su energía lumínica al momento de vigilar el espacio aéreo.

Una de esas tantas noches hubo una gran boda de un saltamontes con una mariquita; tanto disfrutaron que quedaron cansados. Fue por ello qué, en un espacio no vigilado una madre monarca perdida que llevaba sus huevos, decidió descender. Estaba agotada, pues jamás viajan a esas horas. Pero la urgencia lo ameritaba y debía descansar. Ignorando su rumbo se posó suavemente en una hoja cuyo olor le pareció familiar.

—¡Flores de Asclepias! —exclamó.

Suspiró y cerró los ojos por tan solo un instante.

A sabiendas de que era la planta correcta, se desprendió de su valiosa carga. Uno de los huevos se resbaló y se colocó en la parte posterior, cobijándose con una hoja que lo arropó como una manta.

El resto quedaron encima de la misma, la madre con tristeza reconoció ya no tener fuerza, se acercaba su final y quería dejarlos en un lugar seguro. Así que emprendió de nuevo el vuelo enjugando sus lágrimas, pero cumpliendo su ciclo de vida.

Los huevos se dispersaron, sin darse cuenta dejaron allí solo, al que descansaba. En poco tiempo todos se convirtieron en pequeñas larvas. Pero en particular, aquella que se había separado del grupo mostró desde el principio su independencia.

Ansiosa por salir al mundo, comenzó desde adentro a comerse la cáscara; cuanto más comía, más crecía. Comía y crecía. Crecía y comía. Apenas asomó su pequeña cabecita, se vio rodeada de muchos insectos y hadas. Querían saber de todo y de todos. ¿Cómo habían llegado?, pues no eran alados como ellos.

Sus hermanos eran huraños y decidieron esconderse. Ella era coqueta y curiosa, contestaba lo que podía. Sin embargo, la entristecía el hecho de que no lograba entender por qué se sentía hermosa, si al parecer no lo era.

Escuchaba los comentarios cuando creían que no los oían.

—Pero, ¡qué fea es! ¡Hasta babosa se ve! —decía el abejorro.

—Calla, que aún es muy pequeñita —decía la avispa discreta.

Ella comenzó a comer más deprisa. Tanto, que su piel vieja cayó. Sintió el impulso de comerla también y así lo hizo, y notó que una vez más volvía a crecer.

Un día se acercó hasta ella una abejita a la que le pareció preciosa por sus colores tan llamativos que resaltaban, en amarillo y negro. 

—¡Qué linda eres! —dijo sin poderse resistir.

—En cambio, yo en vez de volar como ustedes; solo me arrastro.

—¡No te sientas así! —dijo la abeja.

Todos tenemos bellezas diferentes, en unos se ven y otros no.  Pero te aseguro que la belleza más grande está dentro de nosotros. Y para verla tienen que conocernos mejor.

—¿Cómo te llamas? —preguntó admirada.

Ante ella hubo otro cambio en su nueva amiga; se trasformó de larva a oruga.

—¿No tienes un nombre? —preguntó poniendo cara de preocupada—. ¡Te pondré uno! ¡Ya sé! ¡Te llamarás Valentina! Porque eres muy valiente, viviendo sola en esta planta de flores de asclepias.

—¡Vale! —dijo asistiendo— pero dime Tina, que es más cortito.

—¡Muy bien! —contestó la abeja feliz y añadió— ¡Yo me llamo Isabel! Y todos mis amiguitos me dicen con cariño; Bel.

Ambas se hicieron amigas y entonces Bel, prometió a Tina estar con ella hasta el final de su metamorfosis. Hizo esta observación debido a los cambios en Tina: había visto caer su piel y comerla una y otra vez, hecho por demás que le fascinó.

No había un día que no le notara algo diferente, devoraba con saciedad las hojas y esto la hacía ir en aumento cada día. Le hacía vivir a Bel, momentos realmente emocionantes.

Muchas veces, también estaba rodeada por las hadas que eran muy juguetonas, y como era el único ser no alado del país de los colores, venían a verla por simple curiosidad.  Esto la perturbaba, pues en medio de todos; se creía anormal.

De sus hermanos nada sabía, muchas veces despertaba angustiada y se  preguntaba:

—¿Y si fallecieron? ¿O los devoraron?

O quizás, todos estarían en sus plantas. Allí por ahora estaba su hogar, se alimentaba y nada más necesitaba.

Un buen día, llegó Bel y la vio afanada arrastrándose por todas las flores de asclepias; escudriñando un lado y buscando en el otro.

—¿Qué haces? —preguntó Bel.

—Juro que tengo unos inmensos deseos de tejer y solo busco el sitio idóneo para hacerlo —respondió Tina.

—¿Tejer, el qué?

—¡Aún no lo se! —respondió—. Pero lo sabré tan pronto lo consiga.

—Lo único que te pido amiga querida, es que  cumplas tu promesa de acompañarme en este proceso tan importante para mi existencia.

Días después regresó la pequeña abeja sintiéndose triste, pues Tina no estaba en ningún lado.  La buscó por varias partes de la planta sin éxito. Cuando ya perdía la esperanza, se fijó en un rinconcito de ésta; había una diminuta crisálida. Cumpliendo su promesa, Bel y todos los demás insectos, incluidas las hadas; cuidaban día y noche de su pequeña solitaria amiga Tina.

Pasaron uno, dos, tres, y hasta casi 15 días. Algunos decían:

—¡Bel! Yo creo que bien podrías rendirte. Son muchos días sin comer.

—¡Claro que no!  —contestó la abeja—. Por eso ella comía tanto y tanto, sabía que debía almacenar —decía rompiendo en llanto.

Pasado el tiempo necesario, un líquido rojizo comenzó poco a poco a desprenderse del capullo, a la vez que este empezó a resquebrajarse ante la mirada atónita de los presentes.

Fue un momento mágico y alucinante, las hadas reían y también lloraban. Los colores del país se avivaron, pues nuevos matices se abrían ante sus ojos.

Tina, aún con sus ojos cerrados lograba oír expresiones de admiración, solo sabía que se había sumergido en un largo y profundo sueño. Ahora abriendo sus negritos ojos redondos, miró a los lados y exclamó:

—¡Qué felicidad!

Tenía alas. Se había transformado en una espectacular Mariposa Monarca.

—Lo sabía, ¡soy hermosa! —gritó emocionada.

—¡Amiga, qué bella eres! —escuchó una tímida voz detrás de ella.

—¡Mi querida Bel, que fiel eres! Gracias por enseñarme lo maravilloso de una amistad, sin importar la belleza exterior —dijo abrazándola con mucho cariño.

Así sellaron una bonita amistad y siguieron jugando, revoloteando en el aire; donde también se encontraban sus hermanos.


Autora: M. Lina Hernández Fuentes


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